Río Fitz Roy

Después de la paliza del día anterior, dormimos casi diez horas del tirón. El cuerpo lo necesitaba. A las 8 de la mañana emprendimos ruta hacia la esperada Laguna de los Tres, una de las más emblemáticas del Chaltén. Por delante: 26 kilómetros (o 27, según el GPS que uno quiera creer) y unos 1000 metros de desnivel acumulado. Seguramente, una de las rutas más duras que hemos hecho nunca.

El paisaje no tenía nada que ver con lo que conocemos de Galicia. Más agreste, más árido, pero con una belleza brutal. Nos sorprendió la cantidad de senderistas que había, pero cogimos buen ritmo y fuimos charlando de la vida. Hasta que ocurrió una de esas anécdotas que no se olvidan: estábamos en un mirador precioso, el Fitz Roy totalmente despejado detrás, pero un chico no se movía del encuadre. Luis, convencido de que no hablaba español, suelta en voz alta: “Como este tío no se mueva de aquí, lo tenemos jodido”. El chico se gira y responde: “¿Queréis que os saque la foto?”. Tierra trágame. Eso sí, gracias a él conseguimos una de las mejores fotos del viaje.

A medida que avanzábamos, llegamos a la parte más dura: una hora entera de subida, con una pendiente que quitaba el aliento, literalmente. Fue el momento de quiebre de Lucía. Un clásico ya en el viaje, pero también en la vida. Aun así, tiramos como pudimos hasta llegar a la cima. Para total, no ver nada del Fitz Roy porque estaba completamente nublado, la mejor vista había sido en el km 7 y nosotros sin saberlo.

Allí, nos comimos medio sándwich y un plátano mientras el frío empezaba a colarse por todos lados. Tras unas fotos con mala cara... Tocaba bajar… sin bastones. Y con Luis resbalándose cada tres segundos por culpa de sus tenis de trail con más kilómetros que amortiguación. Aun así, bajamos sin incidentes.

El resto del camino fue mucho más amable. Hacía mejor temperatura, el sol acompañaba y pudimos retomar conversaciones, bromas, un poco de palabras encadenadas y un ritmo más relajado. Durante la ruta pasamos por dos campamentos base y nos cruzamos con mochileros cargados hasta los topes con sacos de dormir y tiendas. Nos sorprendió también ver a gente haciendo esa ruta con calzado nada adecuado… ¡y sobrevivían! Nosotros, con todo nuestro equipamiento, íbamos flipando.

Tras ocho horas de caminata, llegamos con tiempo al pueblo para recoger nuestras maletas y tomarnos una merecida cerveza al sol. Un momento de esos sencillos pero gloriosos. Y más aún pensando que no íbamos a llegar a tiempo al bus.

A las 17:00 cogimos el bus de tres horas hacia El Calafate. Durante el trayecto fuimos descansando las piernas, charlando, jugando con el móvil y mirando por la ventana ese paisaje infinito que parece sacado de otro planeta.

Llegamos justo 20 minutos antes de que cerraran las agencias de excursiones, y como buenos campeones del último momento, conseguimos reservar las dos últimas plazas para la actividad del día siguiente: un paseo en barco por los glaciares.

Ya en nuestro nuevo Airbnb —un dúplex precioso y cómodo—, el día terminó con una acalorada discusión sobre si Luis debía cagar antes o después de cenar. Finalmente se impuso la lógica intestinal: después. Pedimos una pizza, la disfrutamos y ahora escribimos estas palabras desde la cama, reventados pero felices.Read more