• Nos quitamos un espinón

    July 23 in Spain ⋅ ⛅ 20 °C

    A las 7 de la mañana empezó Ana con que era de día y que Nos levantamos. Me resistí cual gato en bañera jabonosa, pero con resultado infructuoso. Desayunamos, preparamos mochilas y nos encaminamos al puerto de Pandetrave donde empezaba la ruta. Al final sería algo menos de lo que esperábamos, 24 kilómetros y cuatrocientos metros de distancia y 1200 metros de desnivel.
    A las 9 empezamos a andar. Se nos había hecho tan tarde que no sabíamos si tendríamos tiempo de llegar al final. Como siempre calculamos el tiempo al que tendríamos que darnos la vuelta para garantizar la seguridad. A las 2 regresaríamos sin importar donde estuviéramos, para a las 7 estar de regreso y contar con al menos 1 hora por si surgían imprevistos. Y según lo que indicaban los carteles no llegaríamos hasta las 3,30. Un desastre.
    Hacia un frió del carajo. Una niebla espesa lo cubría todo y los pelos al aire se llenaban de pequeñas gotas de agua. Empezamos los primeros 5 kilómetros, de aproximación al Collado de Valdeon, que es donde empieza la alta montaña. Una parada técnica y frente a Fiona apareció la liebre mas grande del mundo, con orejas como antenas de radar de un portaviones y unas patas traseras inconmensurables. La liebre se paseaba meneándose mientras nosotros sujetamos a Fiona que se moría de los nervios por saludarle.
    Seguimos camino hasta llegar al collado de Valdeon.
    A partir de allí el paisaje comenzaba a cambiar. Tras una pequeña subida accedimos a la base de una canal que nos llevaría arriba.
    Esta canal y yo somos viejos conocidos. El año pasado subirla me costó una pájara que mi mujer me ha recordado 364 veces y que me ha supuesto pasar por cardiólogo, neurologo y otorrino. Solo me ha faltado el ginecólogo.
    Empezamos la subida con algo de niebla que se fue disipando. Fiona quiso cazar una cabra montesa y el costalazo fue increíble. La cabra saltó sobre una piedra y Fiona llegó solo a la mitad. Pero lo más increíble es, tras pasar el collado de Remoña, las espectaculares vistas. A mí parecer en uno de los sitios más bonitos del mundo. Es como un cuenco verde de inmenso tamaño, todo verde y rodeado por todas partes por imponentes montañas calizas que terminan en canchales que se desparraman por las laderas. El olor, el aire y silencio lo convierten en un espacio absolutamente singular.
    Tras celebrar haber superado el lugar de la pájara del año pasado nos dispusimos a rodear la pradera. A mitad de camino encontramos una puerta de listones de madera que no parece cerrar nada. Será para que la magia del lugar no se escape. La atravesamos y seguimos hasta el collado de Liordes.
    La ruta tiene 3 grandes subidas a la ida y otras tres a la vuelta, que son los collados de Remoña, Liordes y Jermoso.
    El de Liordes, además de ser un caminito de piedra del ancho de las carreteras que de niños hacíamos con las manos para jugar a las chapas y de tener constantes trepadas por piedras altas y estrechas, tiene una caída, que se produce desde el mismo borde del camino, que va creciendo hasta ser absolutamente incompatible con la supervivencia en caso de tropiezo. La subida se hace larga, como todas en alta montaña. Y aquí viene una de las anécdotas del día. Ana había soñado la noche anterior que me empujaba por el collado y cuando bajaba, desagradecido de mi, no me había muerto. Y encima me empeñaba en preguntarle por qué me había tirado. Pues para ver cómo te morías, respondía ella. En fin, que desde entonces le dejé pasar delante en todos los collados, barrancos y caídas varias.
    Y tocó el turno del collado Jermoso. Una subida larga larga, que parecía terminar tras una cuesta enorme pero al llegar a ella aparecía otra cuesta más, que iba seguida de otra y de otra y de otra más. En fin, un clásico en la montaña que bien podría ser un castigo similar al de Prometeo. La niebla no había dejado de acompañarnos, por lo que nos costó ver el refugio. Solo un kilómetro nos separaba de él.
    Lo recorrimos con Fiona bien atada, pues una cabra le vacilaba al borde de un barranco que llegaba al río, más de 1200 metros por debajo.
    Allí, placer de los placeres, sumun del contacto con la inmortalidad, visión de dios para los creyentes de los primeros siglos del cristianismo, puerta abierta de la cueva de Platón, nos tomamos una Cocacola cada uno. A lo largo de mi ya larga historia han habido dos momentos especiales, dos recuerdos esenciales relacionados con dicha bebida carbonatada a base de jarabe de arce o algo similar. La primera está que estoy relatando. La segunda, en el mismo sitio, diez años antes.
    Bebimos la Cocacola en una mesa colgada de la montaña. Si hubiéramos tenido vista de halcón podríamos haber saludado a las personas de Posada de Valdeon, mil doscientos metros más abajo. A las 2 menos diez salimos de vuelta. Desandamos el camino poco a poco. Ana delante en los collados, como ya expliqué previamente y Fiona abriendo camino. En lo alto de una loma aparecieron más de veinte cabras montesas que empezaron a bufarnos. Posiblemente eran parientes de la que Fiona persiguió y venían a ver si ahora era tan valiente.
    A mí personalmente está vuelta me producía cierto pesar. Estos paisajes producen determinadas sensaciones difíciles de explicar con palabras. El esfuerzo queda minimizado por el asombro constante, la sensación de estar en un espacio único, especial. La magnitud de lo que ves a tu alrededor, fuera de toda interferencia del exterior, invade todos tus sentidos, pero además provocaban una duda en mi interior. La última vez que estuve aquí fue hace diez años. ¿Seré capaz de recorrer de nuevo estos caminos dentro de otros diez años? Para entonces ya tendré casi 70. Quizás no deba esperar tanto.
    Bajamos la canal corriendo, para no perder las buenas costumbres y recorrimos el pequeño camino hasta el collado de Valdeon. Desde allí solo nos quedaban cinco largos kilómetros hasta la auto, que se hicieron eternos.
    Llegamos al área de autocaravanas y la tarjeta no funcionaba, por lo que tardamos más de media hora en entrar. Por fin asentados nos duchamos y comimos a hora europea... de la cena, a las siete y media de la tarde. A esa hora ya hacía bastante frío, por lo que salimos a comprar desayuno y a casita.
    Mañana seguro que sería un día más fácil. O no.
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