• La cueva del fin del mundo, con sustazo

    July 24 in Spain ⋅ ⛅ 17 °C

    Después del día anterior nos propusimos hacer algo más sencillo. Un día tranquilo.
    Buscamos una ruta en Caín, que está a solo diez kilómetros bajando durante casi nueve novecientos. A la vuelta, evidentemente, es al contrario.
    La ruta consistía en subir a la cueva de Santibaña y bajar. Cuatro kilómetros de nada.
    En total veinticuatro kilómetros que cumplimos con cierta relatividad.
    Hacia un poco menos de frío que la mañana anterior, pero el día estaba nublado, así que cargamos paraguas. El tiempo aquí no tiene nada que ver con Madrid. Durante el día, si da el Sol y estás a menos de mil quinientos metros de altitud, se puede estar en manga corta y en algunos momentos hace hasta calor. Ahora bien, si estás a la sombra, cae la tarde o subes un poco por encima del pueblo ya tienes que tirar de manga larga o no parar de andar. Por la noche la sábana debe acompañarse de una buena manta y si es posible complementarlo con una colcha mucho mejor. Y la lluvia llega cualquier día y en cualquier momento. No se puede bajar la guardia.
    Los primeros cinco kilómetros fueron fáciles de recorrer. Alternamos camino por bosque con tramos pequeños de carretera, pero al llegar al tramo más bonito un cartel nos indicaba que debíamos seguir por la carretera porque uno de los puentes se estaba reparando. Cuando llegamos a ese puente, al final del camino junto a la carretera, lo acababan de arreglar.
    Llegamos a Caín y paramos a comprar dos camisetas chillonas y pintonas. El tendero era un hombre del pueblo de una edad indeterminada por encima de los setenta y muchos años. Le preguntamos por la ruta de la cueva y nos dió todas las indicaciones posibles, o casi todas. Le faltó decirnos que el bosque lo habitaba una bestia negra y blanca, de más de setenta kilos de peso, con un collar de clavos alrededor de su cuello y dispuesta a no dejar pasar con todas sus partes del cuerpo intactas a quien lo intentara. Así que subimos a Caín de Arriba, cuyo nombre, para no dar lugar a engaño, debería ser Caín de muy muy arriba, o Caín de allá en lo alto por donde rozan los satélites artificiales en las noches de verano. Cubiertos por una buena capa de sudor (yo, Ana no es humana y no suda) por el esfuerzo de la subida llegamos al centro de las cuatro, literal, casas y un cartel nos indicaba por donde seguir. Ana, ante las dudas, se acercó con Fiona a ver el camino y la bestia corrió al borde de la verja de la última casa del pueblo a ladrarles. Todo habría ido bien si la valla de la casa tuviera cuatro paredes y todas las entradas cerradas, pero no era así. El bicho salió hacia ellas saltando y rugiendo, y Ana soltó a Fiona que pasó junto a mi pierna a tal velocidad que el sonido de su carrera llegó un minuto más tarde. Ana gritó "Me ha pillado, me ha pillado" mientras yo corría hacia ella con los palos de andar en alto. El bicho se quedó a medio metro de Ana sin llegar a morderla. Nos alejamos mientras nos observaba. Por suerte su dueño le debía tener bien alimentado y no necesitó saciarse con nosotros.
    Ana decía sin parar "me he meado del miedo que he pasado".
    Nos hicimos una foto para recordar la situación (como si la fuéramos a olvidar algún día) moñeamos en una cascadita y bajamos de nuevo a Caín.
    Pasamos por la tienda y le contamos lo ocurrido al tendero. "Pero si es un cachorrín de un año", nos comentó, pero luego nos indicó el camino habitual de bajada para subir a la cueva y allí nos encaminamos.
    En todas partes ponía que era un camino para hacer con toda la familia. Fallo de traducción, seguro. Era un camino para acordarse de toda la familia de los cincuenta habitantes del pueblo.
    Empezaba con una cuesta empinada que rápidamente superaba el pueblo. La cuesta se iba empinando más, poco a poco, hasta tener una inclinación difícil de entender para cualquiera que no estuviera subiendo. Y llegamos a lo que creíamos que era el final, que solo era el inicio de otra cuesta mayor. Y otra vez lo mismo. Y otra.
    De pronto, a lo alto, a lo muy alto, vimos un cartel indicador que marcaba la cueva hacia el interior de un bosque, como no, muy empinado. Cuando ya el sudor y el cansancio eran parejos, por fin llegamos a la boca de la cueva. Un cartel decía "no pasad que es peligroso" ¿Estamos tontos? Enfrentarnos a un mastín asesino y subir la cuesta más alta de los cinco continentes no cubiertos de nieve para quedarnos en la puerta.
    Cogimos la linterna y nos adentramos en las entrañas de la cueva.
    Altura de la entrada más de seis metros. Un ancho de cuatro o cinco metros. Y una bajada algo resbaladiza. Cuando llegamos al final del primer tramo encontramos las estanterías de piedra donde antiguamente curaban los quesos azules de la zona. Imagino que hoy en día habrá cámaras frigoríficas más cerquita de sus casas.
    A la bajada comenzó a llover por lo que tiramos de paraguas. Diez kilómetros de cuesta después del paseíto "para toda la familia" (la mía ya tengo yo claro que no) y llegamos muy cansados a la autocaravana. Duchita y comida a las siete de la tarde. No dió tiempo a cenar. Bajamos a tomar una cervecita en el pueblo y volvimos a dormir.
    A las diez estábamos metidos en la cama, pero dormir no fue fácil. Empecé con un tirón en una pierna, y cuando la estiré para aliviarlo me dio en la otra. Mis quejidos se unieron a los de Ana que le ocurría algo similar. Habrá que parar un poco mañana o tomar magnesio. Ya veremos.
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